Había escuchado decir que el peor
enemigo de un ciudadano (omito nacionalidad por no denigrar a mi propio país)
es otro ciudadano. Y lo había tomado solo como un decir, aun cuando en el
caminar por la vida, me iba encontrando con verdaderos casos de gente de muy
mal corazón.
No obstante, mi buena voluntad y mi
formación cristiana me hacían pensar que solo se trataba de casos aislados; en
fin la cizaña crecería junto al trigo hasta la ciega.
Pero con esto de la pandemia y la
suspensión de los derechos ciudadanos, pasaron algunas cosas que a cualquiera
harían revisar el concepto de la brutalidad con que la gente actúa en
detrimento de otras personas, sin ningún tipo de consideración sobre el daño… bueno,
esto pensando en la buena voluntad; pero quizá sí, si existiese gente mala, es
entendible que puedan actuar con tan mal propósito.
Como el ingreso al país estaba
condicionado a pasar por una cuarentena para detectar si las personas no venían
portando el virus, muchos, creyéndose muy listos, buscaban evadir la cuarentena
ingresando al país por los llamados puntos ciegos, es decir, sin pasar por el
respectivo registro migratorio.
Esta gente representaba el mayor
riesgo de infestación al interior del país, principalmente cuando provenían de
uno de los países más afectados; ciertamente, hasta los primeros tres meses del
año, las medidas restrictivas habían logrado contener la propagación del virus
al interior del país; y los casos confirmados eran de personas dentro de los
albergues.
En este sentido, la población había
estigmatizado a toda persona que pasaba por puntos ciegos como una especie de
demonio, según las expresiones de repudio manifestadas por las masas por medio
de las redes sociales.
No cabe duda, que una buena razón se
tenía, en el sentido de que estas personas, por no sacrificarse a pasar un tiempo
en observación por su propio bien, el de su familia y el del país entero,
tomaban una decisión temeraria sobreponiendo su comodidad en detrimento de la
seguridad sanitaria de toda una nación. En general, entonces, se trataba de un
repudio bien ganado.
A estas alturas, decir que alguien se
había pasado por un punto ciego, era considerado como una especie de terrorismo
y hasta de pánico sobre esa persona.
Bajo ese ambiente, alguien me comentó
sobre el caso de una madre abandonada con sus hijos, que aprovechando la
situación, denunció a su marido, de que había pasado por un punto ciego; por lo
cual la policía se lo había llevado a cuarentena.
En principio, no dejó de causarme
gracia por el trasfondo del caso; y hasta pensé que se trataba de una broma;
total, la policía debía tener algún protocola de verificación antes de encerrar
a alguien.
No obstante, mi sobresalto fue mayúsculo,
cuando en esos días nos dimos cuenta que la policía había llegado a la casa de
una persona muy cercana nuestra. Alguien lo había denunciado que había entrado
por un punto ciego.
Nosotros conocemos muy de cerca al
muchacho y podemos dar fe que no había salido del país ni en el presente año,
ni en el anterior; y quizá nunca. Pero el interrogatorio de la policía era
agresivo e implacable, no había lugar para explicaciones, justificaciones o
comprobaciones de ningún tipo.
Recordemos que nos encontrábamos bajo
un Estado de Excepción en donde todas las garantías ciudadanas y los mismos derechos
humanos se pierden.
Por más, que el muchacho quiso
explicarles y demostrarles que no había salido del país, los policías
implacablemente realizaron el procedimiento levantando un informe y advirtiéndoles
que no salieran de la casa porque regresarían luego de verificar la
información.
Pasaron unos cuantos días, y pensamos
que habían verificado que la denuncia era falsa y que además, no tenían ningún
tipo de prueba, como por lo menos la salida por migración, para justificar
algún ingreso ilegal; pero no fue así; regresaron, y esta vez con más
agresividad; de tal manera, que ya ni acercarse al joven querían porque lo
consideraban un potencial “sospechoso” de portación del miserable virus.
El muchacho locuazmente les invitó a
presentarle pruebas y además, él mismo les presentó la prueba irrefutable de su
GPS en su teléfono móvil, a fin de que verificaran sus ubicaciones y
comprobaran por donde efectivamente se había desplazado todo el tiempo anterior.
Pero nada sirvió, aún él presentando
su bitácora y exigiendo pruebas, fue condenado sin ningún tipo de defensa.
Horas de razonamiento en vano, mil explicaciones de sus movimientos con su
familia y en la iglesia no sirvieron para nada. Es más, hasta un vecino, al ver
las patrullas frente a la casa, se acercó en apoyo al muchacho y les certificó
a los policías de que el joven no había salido del país; pero aun así, fue imposible
hacerlos entrar en razón o por lo menos que tuvieran el mínimo sentido común de
considerar la posible inocencia del “condenado”.
Los mismos policías, llamaron al
número de teléfono habilitado para informar de casos sospechosos y
proporcionaron los datos del joven como sospecho por haber ingresado por punto
ciego y le aperturaron un registro en el sistema para darle seguimiento. Con
esto, esperaría a que le llamaran de esa oficina para continuar con el proceso.
En otras palabras, había sido condenado sin haber sido vencido en ningún tipo
de juicio.
La indignación se apoderó de todos
los familiares y conocidos, por la injusticia y por la negligencia de las
autoridades al no presentar ningún tipo de prueba sobre el posible “delito”, no
más porque alguien había tenido la mala intención de denunciarlo.
Con los ánimos por el suelo y luego
de mucha reflexión y atar de cabos, pudo establecer que en su lugar de trabajo
desde hacía un tiempo había venido teniendo una relación laboral tensa y que ya
habían realizado algunas acciones atentatorias contra su persona; por lo que no
quedaba duda que la maldad, la calumnia, el falso testimonio había venido de su
propia jefa, aprovechando la histeria y debilidad de los procedimientos de las
autoridades.